Imaginemos que cada país es un estadio de fútbol con dos equipos que se enfrentan ante una multitud de fanáticos del Club Público o del Privado. Con el juego empatado, en la media cancha aparece la amenaza silente de un jugador asintomático infectado con un virus nuevo (VIN), con una estrategia de transmisión que no distingue jugadores, pero eso sí, invade con pocos síntomas y baja letalidad para llevar al máximo la reproducción viral, y así cubrir al estadio completo.
Los dos entrenadores se percatan por un tercero, y de común acuerdo arman una defensa colectiva para contener la amenaza, neutralizar el virus y salvar a los jugadores y al resto de la gente. Ambos entrenadores ejecutan la solución mágica de extender una malla virtual en toda la cancha, que hará más lento el movimiento de los jugadores tras el balón. El público no lo advierte y abuchean con vigor la falta de juego y goles.
El VIN reacciona a la marcación y se vuelve más invasivo e inclusive, aumenta su letalidad para mostrar que va en serio.
Los entrenadores, sin embargo, aceptan la ayuda científica y ahora dispersan una malla “inteligente” que, al contacto con cada jugador le dará la capacidad de neutralizar el invasor hasta hacerlo desaparecer del cuerpo infectado, y eliminar así la transmisión viral. Ese es el juego de países como Israel, Chile, Emiratos y Reino Unido, entre otros, con mallas de cooperación y coordinación en forma de sólidos sistemas de salud, políticas públicas adecuadas y aún mejor ejecutadas, que permiten el uso eficaz de la cesta Covax de vacunas.
En ciertas regiones, sin embargo, los entrenadores no se ponen de acuerdo, además que saltan a la cancha múltiples espontáneos que pretenden dirigir el juego con estrategias propias que nadie sigue. La metáfora, simplista como otras, bien podría reflejar la realidad de Venezuela y hasta de Estados Unidos, cuando hace pocos meses aún no hallaban la coordinación necesaria para responder como nación.
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