Quienes hemos sido criados bajo la fe católica, sabemos lo importante que es la confesión para revisar lo que ha sido nuestra vida en un período determinado, para poner en orden lo que no está bien y lograr así que de allí en adelante las cosas marchen mejor.
Por estos días hemos tenido dos aniversarios que deberían invitar a quienes ocupan posiciones de poder en Venezuela a revisar lo que ha sido su accionar en todos estos años. Y también es una invitación a los venezolanos a que repasen la obra de todos ellos, porque son servidores públicos, que deben rendir cuentas a los ciudadanos sobre sus acciones y omisiones, sobre su aciertos y desaciertos. Y ellos deben someterse al juicio de la gente.
Estamos hablando de los aniversarios del 2 de febrero, cuando la autodenominada revolución cumplió 24 años en el poder, y del 4 de febrero, que marcó el trigésimo cuarto aniversario de una fecha de ruptura en la historia nacional, donde se abrió la brecha que cerraría un período histórico y abrió otro que aún transitamos.
La pregunta es: ¿se han hecho alguna vez un examen de conciencia quienes se ufanan de liderar el último cuarto de siglo venezolano? Y más aún: ¿cómo se sienten los compatriotas con esta propuesta política que ya envejeció en el poder?
Comencemos con aquella rebelión militar de 1992, que se abrió paso estrepitosamente en la escena pública nacional, el tristemente célebre “amaneció de golpe”, como lo llamara el fallecido escritor e intelectual venezolano José Ignacio Cabrujas, en una película que refleja aquel día que marcó a la nación.
Sí, ciertamente en esos tiempos muchas cosas no funcionaban bien; pero en otras tantas habíamos logrado gran progreso. Es inútil llorar sobre el agua derramada, pero siempre nos preguntaremos qué rumbo hubiera seguido nuestro país si hubiéramos trabajado más bien en enderezar las cargas día tras día, para avanzar un paso a la vez; en lugar de darle una patada al tablero. Patada que se llevó por delante todo lo bueno –que sí lo había– y que no nos sumó nada en contraparte.
Parafraseando a otro escritor, esta vez internacional, preferimos decir como Charles Dickens, que es mejor la evolución en lugar de la revolución.
Para no ir muy lejos, revisemos cuáles eran los indicadores económicos al 4 de febrero de 1992. Inflación: 34,21% anual. Producción de barriles de petróleo por día: 2 millones 375 mil. Salario mínimo: 132 dólares. Y, por si todo esto fuera poco, teníamos la gasolina más barata del mundo, que se conseguía en cada esquina.
A ese fue al país que se le dio “borrón y cuenta nueva”. No preguntamos: ¿para sustituirlo por cuál alternativa? La respuesta está a la vista de todos los venezolanos. En la calle, en lo que vivimos día a día. En nuestras carencias y en lo que nos falta. En lo que hemos ido perdiendo a lo largo de todos estos años.
Y valga toda esta reflexión para aterrizar en el 2 de febrero de 1999, día en el cual el proyecto revolucionario se hace oficialmente con el poder. Es casi un cuarto de siglo. Tiempo más que suficiente para que hubieran materializado todo lo que de bueno pudieran haber hecho por el país.
En aquel momento, la ciudadanía les otorgó toda su confianza, dando por bueno el discurso de justicia y bienestar que prometía sustituir lo que teníamos por algo mucho mejor. Y no imaginando jamás que, lejos de eso, nos iban a arrastrar a un agujero negro que engulliría todo el progreso que nuestra Venezuela había alcanzado con duro trabajo a lo largo de todo el siglo XX.
¿Cuál es el balance después de 24 años en el poder? ¿El bolívar tiene más poder adquisitivo? ¿La gente tiene mejores sueldos? ¿La educación es mejor que antes? ¿Cuántos kilómetros de autopistas se han construido? ¿Los servicios públicos funcionan mejor?
Tengan el valor de enfrentarse a un examen de su propia conciencia, señores responsables de lo que padecemos. Y tengamos todos los venezolanos el estómago suficiente para contestar estas preguntas. De antemano sabemos la devastadora respuesta.
Si seguimos los pasos de la confesión de la Iglesia, deberíamos estar enfrente de una profunda contrición o arrepentimiento También deberían hacer público el propósito de no volver a pecar; es decir, de no volver a cometer los mismos errores que han cometido una y otra vez.
Pero esta es una voluntad que no escucharemos jamás de parte de ellos, porque están convencidos de que lo han hecho muy bien y de que lo correcto es seguir accionando de la misma manera.
Nos haría muy bien también escuchar la confesión, es decir, un asumir de responsabilidades que es lo menos que se puede esperar de quienes se dicen líderes. Y un propósito de enmienda, que pueda dejarnos el camino abierto hacia el futuro que merecemos. Es lo menos que podemos exigir, tras estas décadas perdidas.
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