La primera etapa de la política anti inflacionaria arrancó en 2019 y rindió frutos. El gobierno acertó en su interpretación del origen del problema: La escasez, a su vez, debida a los controles de precio que condenaban a las empresas a dejar de operar. Por lo que fue acertado que el gobierno liberara los precios. El control de cambio también fue eliminado porque limitaba las importaciones, de las cuales tiende a depender demasiado una economía rentista, como la venezolana. Como complemento, se bajaron o eliminaron centenas de aranceles. Se permitió la libre circulación de las divisas para viabilizar la compra venta de bienes, dado que la hiperinflación había minimizado la función del bolívar como instrumento de cambio.
Ahora es necesario darse cuenta de que la inflación se muestra reacia a seguir bajando y que el PIB puede repuntar algo más, dada su gran caída previa; por lo que toca implementar nuevas políticas para responder al reto de darle a los venezolanos un mejor nivel de vida.
Lo más importante para que baje la inflación y crezca el PIB es que sigan creciendo la inversión productiva, la oferta y la competencia, por lo que necesitamos abrirle más campo a la inversión privada, no con créditos blandos ni mucho menos con protecciones arancelarias, sino permitiendo que el tipo de cambio busque su nivel de paridad a través de un proceso de devaluación progresiva para que la producción y el empleo nacional no tengan que competir desventajosamente con las importaciones abaratadas artificiosamente por un tipo de cambio sobrevaluado. Al gobierno también le interesa devaluar para no seguir “quemando reservas internacionales», cobrando aranceles sobre una base de cálculo inferior a la que debería ser y sin disponer de recursos para pagar la deuda externa en default.
En cuanto a los aranceles, ha sido un acierto bajarlos; eso protege al consumidor, baja los precios, hace que el productor local tenga que ser competitivo, eficiente y, así y todo, vemos que se está invirtiendo en producción. Pero los aranceles demasiado bajos significan desempleo y menos ingresos fiscales. Por eso, en esta segunda etapa anti inflacionaria es conveniente elevar ciertos aranceles, sobretodo de los productos terminados.
Otra política anti devaluacionista y anti inflacionaria que necesitamos cambiar es el alto encaje legal para reducir la liquidez; pero esto mermó los créditos bancarios, perjudicando la inversión, producción, empleos y el consumo. No creo que esta medida fue acertada ni ya tiene mayor impacto; su momento pasó porque el 80% de los depósitos en la banca nacional están en divisas. Por lo que no es necesario evitar que las personas especulen con créditos en bolívares para comprar dólares, apostándole a la devaluación, porque los créditos que van a recibir serán cada vez más en divisas. En este sentido surgió la autorización de préstamos en monedas duras utilizando hasta el 10% de los depósitos en custodia. Esto es favorable; al igual que la reducción del encaje legal del 85 al 73%; ambas medidas insuficientes, pero en la dirección adecuada.
La autorización de los créditos en divisas y de las transacciones entre las cuentas las hará identificables y le permitirá al gobierno cobrar los impuestos que no obtiene si las transacciones son en efectivo y las transferencias bancarias se hace en el extranjero.
Esta segunda etapa de la política anti inflacionaria estaría orientada a enfatizar la inversión, producción, empleo y oferta nacional y, al devaluar progresivamente, a quitarle el freno a las exportaciones privadas y al turismo, y a facilitarle al gobierno el cobro de impuestos y la venta de divisas a precio de mercado.
Reconozcamos, unos, que vamos mejorando y, los otros, que necesitan seguir revisando sus políticas. Si quieren apuntar hacia una tercera etapa anti inflacionaria, se podría simplificar trámites burocráticos, mejorar los sueldos de los empleados públicos y contratarlos por concurso para incrementar nuestra eficiencia y productividad, la base de lo que sería clave para “defender el bolívar”.
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