Sin embargo, decir que las tecnologías digitales no se encuentran al servicio de la democracia estadounidense constituye una atenuación mayúscula de la realidad. Mucho más correcto sería decir que éstas conspiran abiertamente contra la misma. En efecto, ellas se han transformado en potentes instrumentos al servicio de la subversión anti democrática.
Dichas tecnologías, dentro de las cuales Facebook asume un lugar de privilegio por su dimensión, son voraces difusoras de información desligada de toda exigencia de veracidad. En tanto tal, han dado nacimiento a un universo paralelo regido por realidades virtuales ajenas a la realidad fáctica. Su capacidad ilimitada de interconectar a los seres humanos se ha transformado así en inversamente proporcional a la difusión de la evidencia científica o de la comprobación empírica. Infinidad de seres humanos, encerrados en este universo paralelo, viven al ritmo de un diluvio informativo desligado de todo atisbo de objetividad fáctica. En tanto tales, se convierten en presas fáciles para todo tipo de teorías de la conspiración y para la insurgencia anti sistema.
QAnon, en Estados Unidos, constituye un buen ejemplo de lo anterior. Entre las “verdades” que sus adherentes comparten, se encuentran las del carácter ficticio del coronavirus. En palabras de Adrienne LaFrance: “Como en el caso de otros tantos grupos, este ejemplifica lo que ocurre cuando las nociones básicas de evidencia y objetividad se ven abandonadas. QAnon cultiva un carácter casi religioso. No gratuitamente muchos de sus seguidores son Cristianos evangélicos. Guiados por una figura elusiva conocida como ‘Q’, ellos visualizan al futuro como una batalla entre el bien y el mal y como el advenimiento de un Gran Despertar” (“The Prophecies of Q”, The Atlantic, June 2020).
El mal al que buscan combatir incluye a una cábala de líderes pedófilos que secretamente torturan a niños y que se encuentra implantada dentro del “Estado Profundo”. El bien encuentra su máxima expresión en Trump, quien lucha por desenmascarar a aquellos. No en balde para mucho de los adherentes de esta ya extensa agrupación, ‘Q’ no es otro que el propio Trump. Así las cosas, los miembros de QAnon buscan inferir todo tipo de mensajes en los gestos de aquel. Dichos gestos van desde el semicírculo que Trump frecuentemente traza con los dedos y que asemeja a la letra q hasta la corbata amarilla que lució cuando habló por primera vez del coronavirus, lo cual indicaba que este no era real (ello, pues en lenguaje naval la bandera amarilla amarilla significa que no hay infección a bordo).
El mundo de fantasías en el que gira QAnon, así como tantas otras de las agrupaciones la acompañan en la extrema derecha, resultaría risible de no ser por su tendencia a la violencia y a la insurgencia anti sistema. La reciente invasión al Capitolio Federal fue prueba de ello. Todo esta realidad alternativa se sustenta en la neutralidad a la que apelan las redes sociales así como en su manifiesto distanciamiento del gobierno de Washington.
Nada de ello ocurre en China, donde la Ley de Inteligencia Nacional de 2017 y otros instrumentos legales, obligan a las compañías de este sector a proveer al gobierno de toda la información que recaben. El solo súper-app WeChat, que cubre todas las necesidades de sus usuarios, le permite al Partido Comunista Chino tener un control directo sobre el pensamiento y las acciones de 1,4 millardos de ciudadanos.
Mientras en Estados Unidos las redes sociales promueven el caos democrático, en China fortalecen el control autoritario.