Dos siglos de enfrentamientos entre hermanos, los más sangrientos, han marcado la historia de Venezuela.
La guerra de la independencia, con toda su épica, fue en buena parte una terrible contienda entre criollos en la cual sólo a partir de 1815, con la expedición de Morillo, participaron unos diez mil hombres venidos de España. Los más de doscientos mil muertos en su casi totalidad habían nacido en tierras de la hasta entonces Capitanía General. A la par la ruina se generalizó.
Las batallas de Carabobo y la naval del Lago de Maracaibo sellaron la derrota de los españoles pero no devinieron en paz. La confrontación selló la suerte de la Gran Colombia y a la Venezuela que nació en 1830 tocó décadas de luchas fratricidas.
Quizás quien mejor pudo ver lo que sería una constante en los territorios liberados fue Bolívar quien en carta poco conocida al general Flores, en noviembre de 1830, al afirmar que había arado en el mar agregó: “Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada…”.
La revolución de las reformas en 1835, la insurrección campesina de 1846, la guerra civil en 1848, las rebeliones de Cumaná y Barquisimeto en 1853, la revolución de marzo de 1858, la guerra federal que bajo el mando de Zamora se inició en 1859 y culminó con el tratado de Coche en 1863, la “genuina”, la revolución azul en 1867, la de Abril de 1869, la de Coro en 1874, la reivindicadora que estalló tras la muerte de Linares Alcántara, el único presidente nativo de la hoy Aragua, la revolución legalista de 1892, la de Queipa en 1897, la liberal restauradora de 1899 que asentó a los andinos en el poder con Castro primero, Gómez de seguida , la libertadora ya en 1901, resultaron en la muerte de decenas de miles, heridos, lisiados y en pobreza por doquier.
A pesar que algunos proclaman que con Gómez se logró la paz, la “paz de los sepulcros” escuché varias veces decir a mi abuela cuyo hermano, mi tío, padeció encarcelado en el castillo de Puerto Cabello, sobraron alzamientos y revueltas.
La revolución de Octubre de 1945 abrió las puertas de la democracia pero esta sucumbió apenas tres años después al calor de las peleas intestinas y la década que vino, la de la dictadura perezjimenista, sumó nuevas víctimas.
La caída de la tiranía en 1958 echó a la calle un pueblo alegre que abrazado celebró la huida del tirano, pueblo que tras pocos meses se desangraría en insurrecciones militares -el barcelonazo, el carupanazo, el porteañazo- y las guerrillas.
La paz, la capacidad de entendernos, nos ha sido extraña. Las peleas entre los hijos de una misma tierra nos han desgarrado y en cada tiempo multiplicado viudas y huérfanos.
¿Qué hemos ganado tras dos siglos de conflictos?
Pobreza, miseria, es el resultado cuando hoy pudiéramos ser sino el mejor, de los mejores países del mundo para vivir, para que prosperaran nuestras familias.
Hermanos contra hermanos, una y otra vez, enfrentados en un sin sentido.
Lo he comentado antes: semanas atrás participé en un encuentro con un experto de Naciones Unidas en conflictos civiles, venido de Afganistán y África. Me ericé cuando relató terribles escenas que personalmente presenció en pueblos sumergidos en gravísimos enfrentamientos pero mi angustia fue mayor cuando advirtió que sólo dos elementos estabilizadores han evitado un estallido en Venezuela: la fuerza armada y el carácter del venezolano.
El carácter del venezolano por ahora sí, pero obligante es contener a los que una vez más atizan odios, violencia, peleas, confrontación.
Por Dios, que jamás, nunca jamás, volvamos a sufrir a hermanos contra hermanos.
Venezuela puede y debe ser diferente, en paz.
Lea también:
Crecimiento: ¿devaluar o elevar la productividad?