Esta semana conmemoramos 33 años de la caída del Muro de Berlín que significó un punto de inflexión en la historia universal simbolizando además el inicio de la despolarización global, la apertura, la cooperación internacional y una nueva fase del proceso globalizador impulsado por la tecnología. En ocasión de este suceso resulta interesante analizar el marco relacional entre democracia, populismo, pretorianismo y comunismo en América Latina del siglo XX que de entrada se nos presenta como muy complejo, por la cantidad de intersecciones, combinaciones y relaciones simbióticas variables que se presentan a lo largo de ese período, como lo plantean autores como Carlos Rangel (2008) , quien cita al super caudillo mexicano Porfirio Díaz, enmarcado en una ola de neopositivismos criollos quien declaraba:
“Creo que la democracia es el único principio de gobierno justo y verdadero, pero en la práctica es posible disfrutarlo sólo a pueblos muy desarrollados… Aquí en México tenemos condiciones muy distintas (a las que permitirían el funcionamiento de la democracia). Recibí el gobierno de manos de un ejército victorioso, en un momento cuando el pueblo estaba dividido y sin preparación para el ejercicio de la democracia. Haber cargado al pueblo de una vez con la responsabilidad de autogobernarse, hubiera tenido como consecuencia desacreditar la democracia” (p.5)
Este enunciado denota claramente esa concepción positivista que intentó justificar ese tutelaje castrense de la política en países como México a inicios y mediados del siglo XX, e intervención militar en la política, a saber pretorianismo, que juzgaba ese sistema político como oportuno y “necesario” como paso previo a la democracia, que era una suerte de estadio positivista superior, que debía ser ejercido, bajo esta óptica, una vez las condiciones estructurales y poblacionales idóneas estén dadas. En efecto “ Los apologístas “positivistas” de los tiranos latinoamericanos aseguraban (o esperaban) que tras décadas de “paz, orden y trabajo” los respectivos países estarían por fin listos para la convivencia pacífica y civilizada, para la democracia” (Rangel, 2008, p.14) Siguiendo este orden de ideas, en América Latina, la democracia no podrá implantarse de golpe, puesto que se requieren condiciones económicas y sociales básicas para ello.
Lo que es más importante: la democracia política requiere de la formación de una burguesía nacional liberal. Por lo demás, la masa popular es consciente de que no puede haber lucha antiimperialista -antifascista- sin lucha correlativa por la democracia. El peronismo, demagógico, personalista, carismático, populista, representa muy bien esta relación entre populismo clásico, pretorianismo, aunque con una vertiente fascista peculiar.
En efecto, el pretorianismo durante la década de los setenta en América Latina fue institucional, es decir, comprometió a las fuerzas armadas más allá de los caudillos que pudieron expresarse en otras épocas, vinculado con una nueva etapa del desarrollo económico de algunos países donde se han abierto las compuertas del mercado interno a importaciones provenientes de otros países y se ha enfatizado una estrategia de fomento a los sectores con mayores ventajas comparativas para penetrar los mercados de los países industrializados.
Interesantes autores como Guadalupe Salmorán Villar (2021) focaliza su atención respecto al populismo latinoamericano pretoriano en el régimen de Perón en Argentina, de Cárdenas en México y de Vargas en Brasil, “también a la relación que tienen respecto de la democracia, por un lado, y el fascismo (es decir, la antidemocracia) por otro; e, incluso, la actitud que muestran hacia el capitalismo y las políticas neoliberales o tecnocráticas.” (Salmorán, 2021, p.138). Como movimiento reaccionario, el Che Guevara, asesinado en Bolivia en 1967, es el símbolo emblemático de un socialismo ético en cuya mira está la creación de un hombre nuevo, pero a través de las armas, de la lucha armada, donde la revolución cubana marca el punto de partida de la última fase del socialismo-comunismo latinoamericano que parece agotarse con los casos nicaragüense y salvadoreño en las décadas de los ochenta y noventa.
Sin embargo, no podemos olvidar que, a mediados del siglo XX, los partidos comunistas, incluso institucionalizados como el caso del Partido Comunista de Venezuela, en tiempos de Medina Angarita, libran también una batalla por mayores libertades públicas, legalización de partidos antes reprimidos, el voto de la mujer, la apertura de nuevos canales de participación a una sociedad más compleja y plural, orientada a establecer un orden político democrático, plural y representativo.
Recordemos que, según Robert Dahl, las condiciones mínimas para la democracia son: legitimidad de las instituciones; eficiencia del sistema para resolver sus problemas; confianza en los actores; Dahl destaca como condición mínima para la existencia de un régimen democrático como el descrito en la premisa, la disponibilidad para el acuerdo y la negociación, siendo este última una falla recurrente no sólo en el sistema político venezolano del siglo XX sino de muchos vecinos de la región.
Por supuesto que el impacto de este fenómeno en la estructura del Estado es nocivo, al debilitar uno de sus pilares fundamentales, a saber, el Estado de derecho. Desde la perspectiva económica, el populismo exalta el papel del Estado en la vida económica, proponiendo un Estado planificador, estatista, y centralizado que reniega las fuerzas del mercado, como lo concibió también la URSS y que fracasó estrepitosamente.
El equilibrio debe ser, en definitiva, el parangón al que América Latina debe apuntar.
Dylanjpereira
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