En días pasados fallecieron dos grandes figuras históricas: Mijaíl Gorbachov y la reina Isabel II. El curso de ambas vidas no podía resultar más disímil. Mientras el primero encarnó como nadie la fragilidad del poder real, la segunda encarnó inigualablemente el verdadero temple del poder moral.
Gorbachov llega al más alto cargo de la Unión Soviética en 1985, siendo expresión no sólo de un relevo generacional sino de la esperanza de cambio de un sistema político acuciado por ineficiencias en todos los órdenes. Con él llega también la perestroika. Este concepto iba asociado a un proceso de ambiciosa reforma y modernización. En palabras del propio Gorbachov, la aceleración del desarrollo socioeconómico del país resultaba vital para resolver sus problemas. Nociones como las de glasnot, democratización y nuevo pensamiento, se vieron entremezcladas con la de perestroika. El glasnot representaba la idea de apertura y transparencia en las instituciones y actividades gubernamentales. La democratización promovía la participación ciudadana, persiguiendo que las presiones desde abajo se tradujeran en un mayor nivel de eficiencia oficial. El nuevo pensamiento implicaba abandonar la noción de lucha de clases, estimulando a la vez mayores niveles de interdependencia internacionales y redefiniendo el concepto de seguridad. Este último debía basarse no en el número de misiles nucleares sino en la búsqueda de una distensión susceptible de redirigir recursos económicos hacia las necesidades domésticas.
Gorbachov abrió la olla de presión, aspirando a liberar la fuerza allí contenida. Una vez liberada ésta se llevó, sin embargo, todo por delante. Primero vino la deserción de los satélites europeos, luego la base de poder de Gorbachov y, finalmente, la existencia misma de la Unión Soviética. El ejemplo de liberalidad dado por Gorbachov se encargó de dar rienda suelta a las aspiraciones de cambio e independencia política tanto tiempo contenidas en las naciones satélites. Al nivel doméstico, el Partido Comunista comenzó a dar signos de fractura y disensión desde 1988. Aunque existía coincidencia con respecto a la necesidad de los cambios, no lo había con respecto a la extensión y celeridad de estos. Para la derecha del partido estos debían ser limitados y debidamente controlados desde arriba. Para la izquierda, los cambios debían ser mayores y más rápidos. El centro estaba representado por quienes deseaban cambios desde abajo pero pero a ritmo moderado y controlado. Gorbachov controlaba al centro, que en un comienzo representó la mayoría.
Para lidiar con los extremos, Gorbachov recurrió a una suerte de caos controlado. Azuzó a la derecha con el temor de la izquierda y a la izquierda con el de la derecha. Con ello aspiraba a forzar a ambas partes a aceptar el término medio que él representaba. El resultado obtenido fue contrario al deseado, estimulando una polarización en la que las posiciones nítidas de los extremos hicieron ver al centro como débil e indeciso. Dentro de este proceso que conllevó a la rápida erosión del centro, la derecha fue asumiendo el control del partido mientras la izquierda lo abandonaba. Afortunadamente para Gorbachov el cargo de Presidente de la Unión Soviética, recientemente dotado de poder real, le permitió seguir jugando un importante papel institucional que su menguado control del partido le negaba. Por esta vía intentó enfrentar la presión centrífuga de las repúblicas soviéticas que la izquierda estimulaba, negociando las aspiraciones autonomistas de aquellas. Ello no hizo más que radicalizar a la derecha, llevándola a propiciar un golpe de Estado que buscó frenar en seco dicho proceso y volver a una fase pre-perestroika. Plagado por sus propias inconsistencias y enfrentado valientemente por Boris Yeltsin líder de la izquierda, el golpe fue derrotado. Tras el fracaso, no sólo el Partido Comunista sino también Gorbachov y la propia Unión Soviética perdieron todo su peso y razón de ser. Para finales de 1991 la disolución de la Unión Soviética se hizo inevitable. Con ello, Gorbachov perdía no sólo la presidencia sino al propio país que gobernaba. De allí en lo sucesivo fue un cero a la izquierda.
Isabel II ascendió a un trono desprovisto de mando. A lo largo de siete décadas de reinado su mayor talento consistió en reprimir disciplinadamente el impulso natural de todo ser humano de hacer palpables sus preferencias y opiniones personales. Abocada con profesionalismo impecable a un trabajo sin descanso, amalgamó simbología y presencia para convertirse en factor primigenio de identidad y unidad del Estado plural que representaba y para proyectarlo ante el mundo con inmensa dignidad. Descrita una y otra vez como una roca en tiempos de cambios profundos, ella supo representar para propios y extraños un factor de certidumbre en medio de un entorno signado por la erosión continua de ésta.
Isabel II fue la mayor expresión de la fortaleza de una posición de debilidad, al tiempo en que Gorbachov ejemplifico como nadie la debilidad de una posición de fortaleza.
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