"Di mi juventud y mi belleza a los hombres, doy mi sabiduría y mi experiencia a los animales", expresó la estrella del cine francés.

Este 28 de diciembre falleció la icónica estrella del cine francés, Brigitte Bardot a los 91 años.
Hay infinitas maneras de recordar a Brigitte Bardot, que este domingo ha muerto a los 91 años y, probablemente, todas culpables.
Fue la imagen más exportable de Francia y lo fue a lo largo de casi cinco décadas. Para lo bueno y para la malo. Para la celebración festiva e irónica del placer en un nuevo tiempo y para el machismo voyeurista más elemental y cínico de todas las épocas.
Las siglas de su nombre (BB) se convirtieron en marca de un país entero y, a la vez, en desangelada excusa para los chistes más zafios (como cuando se le pasó a llamar BB-foque para hacer escarnio de su entregada defensa de los animales).
Ella misma, ya víctima probablemente de su propia imagen, se empeñó en transformar, ya entrado el siglo que nos ocupa, su credo animalista y, por ello, humanista en una excusa más para las proclamas reaccionarias contra la supuesta islamización del país y, llegado el caso, contra el MeToo.
Contradictoria en cada uno de sus pasos y reclamada como bandera por todos, de un lado y otro, ninguna otra actriz o personaje público fue capaz como ella de encarnar todas y cada una de las paradojas que nos habitan. Fue a la vez el ideal de mujer que para sí reclamaba el cine comercial más zafio y la réplica elegante, revolucionaria y perfecta contra, precisamente, esa fea y subyugante idealización. Lo fue todo: un fenómeno cultural, un símbolo de la cosificación de la mujer, un nuevo símbolo de la liberación feminista-sexual, la primera gran víctima del acoso de la prensa rosa y el último emblema de la Francia eterna, esa Francia que, día a día, parece desmoronarse sin remedio.
Para la mayoría de los espectadores aún con memoria, Brigitte Bardot nació de la mano de Roger Vadim, su marido entonces y férreo controlador de su carrera. En 1956 rodó la película Y Dios creó a la mujer. Tenía 22 años y, hasta entonces, se había dejado ver en varias películas con un pelo castaño destinado al olvido.
En un deslumbrante Technicolor, Bardot, ahora y por siempre rubia, se metamorfoseaba de golpe en la viva imagen del deseo. Del deseo masculino, claro. Su cintura más allá de la avispa y su caminar ingrávido y rotundo al mismo tiempo hizo de ella la encarnación de la sensualidad años 50 a la altura misma de Marilyn Monroe.
En la cinta, ambientada en Saint-Tropez, daba vida una joven huérfana deseada por igual por la obsesión destructiva de un viejo y por el ansia liberador de Jean-Louis Trintignant.
Libre y sin prejuicios, baila desnuda sobre las cenizas de la moral de posguerra y anuncia el principio de una revolución que el tiempo quizá descubrió fallida.
Todo cambió entonces. Y de qué manera. Acababa de nacer una nueva manera de entender el arquetipo clásico de la femme fatale. La malicia no era ahora lo que seducía, sino la inocencia. Otra excusa y otro nombre para, probablemente, el mismo sometimiento de siempre.
De repente, en su filmografía empezaron a aparecer los otros directores, los de la Nouvelle Vague, los que repudiaban todo lo viejo, incluido el recurrente baboso que indefectiblemente, película tras película, la perseguía.
Primero fue Louis Malle el que en Una vida privada (1961) la hizo interpretar su otro gran papel: ella misma. En efecto, Brigitte Bardot dando vida a su propio y fulgurante mito se convertiría en la otra manera de presentar a Brigitte Bardot sin mancharse de todo lo malo y pedestre, por comercial, que significaban las siglas omnipresentes BB.
Malle hace que ella interprete a una joven que se ve catapultada a la fama y lucha por no ser devorada por los medios. La película se convierte, así, en un fascinante documento sobre la propia vida de Bardot.
Acto seguido, la memoria más o menos cinéfila se detiene en El desprecio (1963). Jean-Luc Godard, el gran hombre y padre de todas las revoluciones cinéfilas, la hace posar desnuda en las primeras imágenes tamizadas por un filtro de color.
Tras saltar a la fama con Y dios creó a la mujer, la actriz protagonizó clásicos como El desprecio, de Godard, o Una vida privada, de Louis Malle
Se sobreentiende que estamos ante una reflexión, otra vez, sobre el sentido mismo de la Bardot, sobre la cosificación de la mirada, sobre cómo la mirada masculina (la de Godard y la de cualquier otro) se deja someter ante el mito, que no solo actriz, que es Brigitte Bardot. Pero, y por muy intelectualizado que se quiera el discurso, no deja de ser una actitud, la del director, tan misógina y cínica como la del propio machismo que supuestamente se denuncia.
Sea como sea, su interpretación pautada y plagada de silencios significativos como mujer de un guionista (Michel Piccoli) que es cortejada por un productor estadounidense (Jack Palance) se antoja tan delicada y profunda como llena de matices. Sí, aunque se olvida con demasiada frecuencia, Brigitte Bardot fue una gran actriz.
Sería injusto pasar por alto entre tanto ruido de mitologías y reflejos de época sus trabajos a las órdenes de Claude Autant-Lara o H.G. Clouzot.
En el primer caso, en El amor es mi oficio (1958) da vida a una mujer acusada de robo que seduce a su abogado para que fabrique unas cuantas pruebas que la absuelvan. Brigitte Bardot y un maduro Jean Gabin representan algo mucho más grande y cierto que simplemente dos actores que también son símbolos.
La delicada ternura con que, una al lado del otro, se miran, sencillamente, explota. La verdad (1960) es otro asunto. Solo el discurso final del personaje que interpreta Bardot la coloca del otro lado, del lado de los inmortales.
Su personaje es acusado de asesinato. Los flashbacks muestran una vida desolada y acosada, una vida obligada a la prostitución. Al final, lee ante un tribunal demudado Los Mandarines, la novela de Simone de Beauvoir y todo, por fin, queda claro. La hipocresía que la perseguiría toda la vida queda denuncia y al descubierto en la mejor escena de su carrera.
Luego, en los años 60, haría mil películas y muchas de ellas muy mediocres. Shalako (1968) es una de las más recordadas. Por lo que sea. Por su extravagancia de western extravagante o por el muy extravagante bisoñé de Sean Connery. Por ello o por Bardot, claro. Por Bardot como constante piedra de escándalo. Por entonces, su tumultuosa vida personal era tan pública como su trabajo en la pantalla y sus crisis existenciales se sucedían al mismo ritmos que sus romances, sus matrimonios (especialmente el con Vadim y el magnate alemán Gunter Sachs) y sus numerosos intentos de suicidio.
En 1973, a los 39 años y tras haber rodado una cincuentena de películas, Bardot decidió retirarse del cine.
Dejó dicho que prefería los animales a los seres humanos. «J’ai donné ma jeunesse et ma beauté aux hommes, je donne ma sagesse et mon expérience aux animaux« («Di mi juventud y mi belleza a los hombres, doy mi sabiduría y mi experiencia a los animales»), dejó dicho.
Empezaba una carrera de activismo que no haría más que añadir escarnio al escarnio, mito al mito, Bardot a Bardot. «He sido prisionera de mí misma toda la vida», declaró en un ocasión. Y hasta ahora.
Con información de Elmundo.es
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Esta entrada ha sido publicada el 28 de diciembre de 2025 11:19 AM
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