Tuvimos la certeza de que sería un Papa polémico. Ya lo era antes, ocupando el cargo de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Al Vicecristo Benedicto XVI, lo hemos visto en dos ocasiones en Roma: una, a su salida al balcón de la basílica de San Pedro una vez confirmado como sucesor de Juan Pablo II, y durante la visita que realizó a sus aposentos cercanos al Vaticano en el primer día de su pontificado, rodeado de venias y vivas a su persona.
Finalizado ese evento, pronunció la esperada primera homilía, recalcando que su verdadero programa no era hacer su voluntad, sino la de Jesucristo, y “rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida».
Tuvimos la certeza de que sería un Papa polémico. Ya lo era antes, ocupando el cargo de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, una suerte caduca de Santo Oficio o Tribunal de la Inquisición.
Y era comprensible nuestra opinión: Joseph Ratzinger había sido el guardián del mensaje de la Iglesia, y para hacer ese trabajo uno debe ser de granito y tener una fortaleza a prueba de embestidas.
Los teólogos disidentes de esos momentos, entre ellos Leonardo Boff y Hans Kung, le acusaban de “cancerbero de la fe” unido a otros improperios.
La polémica había comenzado a partir del primer día de su pontificado a causa de que un hombre – ya convertido en Sumo Pontífice – que durante más de media vida – tenía entonces 78 años – puso orden en diversos aspectos de la Iglesia Católica, aún a cuenta de su desprestigio personal. Había defenestrado la Teología de la Liberación, hizo callarse al sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, uno de sus “padres” más admirado, y ese mismo día, presidiendo la misa “pro eligendo romano pontífice” ante los 115 cardenales, defendiendo la ortodoxia vaticana, pudiera a partir de ese día, y ya sentado en la silla de Pedro, desdecirse de valores arraigados durante años en su propia carne.
Lo escribimos entonces desde la Ciudad Eterna: “No será por tanto para Ratzinger su tiempo un sendero de rosas.”,
Al nuevo Sumo Pontífice se le veía extremadamente cansado, grandes ojeras y una media sonrisa casi parecida a una mueca; él, que nunca reía, permanentemente meditabundo y a la sombra bonachona de Juan Pablo, no lo tuvo fácil el Vicecristo teutón.
Recordamos, sobre lo largo del tiempo, las visitas a Roma para congratular con el cardenal venezolano Rosalio Castillo Lara, entonces gobernador del Vaticano. Esos días en que, mientras el Papa polaco Juan Pablo II recibía baños de multitudes y era personaje mediático entronizado y considerado un santo, Joseph Ratzinger hacia el trabajo “sucio”, el más duro, el menos comprendido, ya que delante tenía a teólogos discrepantes de una inteligencia portentosa, acostumbrados a la diatriba y conocedores – al haber bebido de sus ubres – las esencias y matices de la Iglesia fundada por Cristo.
Aquel día, mientras miles de personas apretujadas como racimos de uvas en la amplia plaza barroca del Vaticano, en donde existió el antiguo circo de Calígula y Nerón, tierra encharcada con la sangre de los primeros cristianos, las palabras dadas a los files desde el balcón pontificio, en el cual era anunciada la muerte de un Pontífice y la llegada de otro, perdidas ya en la negrura del pasado romano desde tiempos del emperador Constantino, una voz, la del cardenal camarlengo, que desempeña la función de cabeza de la Iglesia católica durante el periodo de sede vacante, clamaba al mundo: “Habemus papam”.
Bien lo mantengo en la memoria. La expectación era una caja de resonancia totalmente silenciosa. El cardenal protodiácono, el chileno Jorge Arturo Medina Estévez, algo trémulo, rompió la incógnita: Joseph Ratzinger. El nombre escogido, Benedicto XVI.
No todos gritaron, aplaudieron, ni lanzaron vivas, ni corearon “Benedicto, Benedicto, Benedicto…”. A nuestro lado un sacerdote joven, espontáneamente, supongo que casi sin darse cuenta, al escuchar el nombre del elegido exclamó: “Mamma mía, cuanto descalabro viene”.
Ya antes, en la misma mañana, el antiguo teólogo oficial del Concilio Vaticano II, el suizo Hans Küng, nombrado en ese cargo por el Papa Juan XXIII, había dicho al diario “Liberation de Paris”, temiendo lo peor, algo rígido y que anunciaba una caterva de hostilidades a partir de ahora: “Hay que abolir la Inquisición que representa el cardenal Ratzinger”.
Yo guardé silencio: en lo particular, siendo cristiano viejo, no tengo temor. Me dije: Benedicto XVI fue electo por los cardenales, y allí estará ahora protegido bajo los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, entre Judit, Holofernes, David y Goliat, y el Espíritu Santo sabrá lo que hizo y porqué.
Y nuevamente la memoria se prestó a la evocación de la llegada de Juan Pablo II, el 12 de octubre de 1978. Había venido de las tierras del Este de Europa – Polonia – gobernada en ese período, entre otras naciones por el comunismo, y allí pronunció las esperanzadoras palabras conocidas:
«¡No temáis! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!»,
Ese atardecer Roma estaba apaciguada, y uno sereno. Se sentía el gorjear del cernícalo, ave guardiana de las piedras más esplendorosas cinceladas por el hombre.
Al salir camino al río Tíber cercano al castillo Sant Angelo, de un altillo cercano llegaba la música de Ottorino Respighi, asociada desde siempre al pino parasol, más conocido como “piñonero”.
Es el árbol por excelencia de Roma. Yo admiro su robustez y su belleza mediterránea.
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